viernes, 30 de abril de 2010

Las buenas intenciones no bastan

tampoco la perseverancia, el trabajo, ni la importancia por otras personas. Lamento decirlo pero esa es mi experiencia en torno a la locura, una causa perdida, sí que la es.
El arte transforma los siniestros decía Pichón Riviere, intelectual argentino que, entre otras cosas, fue el introductor del psicoanálisis en Argentina y el generador de la teoría de grupo conocida como grupo operativo. Pichón Riviere entiende que un grupo es un conjunto restringido de personas que, ligadas por constantes espacios temporales, y articulados en su mutua representación interna, se propone en forma implícita y explícita una tarea que conforma su finalidad, interactuando a través de complejos mecanismos de asunción y adjudicación de roles. Así, de acuerdo al marco teórico de la psicología social, la meta de los grupos operativos es aprender a pensar. En efecto, no puede perderse de vista que el pensamiento y el conocimiento son producciones sociales. Necesariamente, para aprender a pensar, el individuo necesita del otro, ya sea con su presencia, su discurso, su diálogo, u otras formas de expresión posibles. Pensar, siempre es pensar en grupo, y lecturas como éstas creo se deberían revisar .
Guiada por ello y por una idea ingenua de las instituciones me aventuré a realizar un taller en el HNP. Y fue mi brújula interna, fue un lugar en el mundo, en realidad un permiso de estadía con fecha de vencimiento como todo. Lo maravilloso fueron las experiencias que quedan en mí, que no puedo contar porque se interiorizan en recuerdos tan profundos como sueños que al despertar cuesta contar. Y fue un sueño, en el que me sentí Alicia, encontré un mundo tan extraño y a la vez tan familiar. Personas inolvidables que me brindaron un cariño sincero, loco y a veces hasta obsesivo que no supe ni pude controlar como muchas cosas en mi vida, pero claro si como dice la canción “no se puede tener Conciencia y Corazón”.
Me equivoqué muchas veces más de las que hubiera querido aunque mis intenciones eran otras. Creí tener un lugar en el mundo, creí en la desmanicomialización, en la desinstitucionalización de la locura, y me formé de manera teórica y práctica y me esforcé mucho por conocer sobre el tema, yo no soy psicóloga, ni psiquiatra y gracias que así sea pues en este institución, la psiquiatría no puede dejar de manicomializar las personas, los espacios, los tiempos. No se puede revertir la institución desde los propios aparatos institucionales y todo en salud mental está institucionalizado, pero son las personas los motoras de ello. Psiquiátras, enfermeros, ordenanzas, personas de limpieza, psicólogos, psiquiátras, acompañantes terapéuticos, coordinadores técnicos y terapéuticos, y los propios pacientes.
Intentamos una experiencia que no se sostiene con buenas intenciones, el poder circula y se manifiesta en los sentidos que se otorgan a la locura: algunos con la intención de “curar” o “mejorar” (porque la locura duele y mucho sobretodo por lo que en nosotros y en los otros genera) se embarcan en la empresa de sentirse los sabios portadores de la razón, del conocimiento y autoconstruyen el mito de ser y estar por encima de todos los que no pensamos ni sentimos como ellos; otros experimentan la sensación de que el loco es un idiota que carece del sentido de las cosas de las situaciones y de las personas, como alguna vez me dijo un tallerista “soy loco no boludo”; y otros muchos llegan creyéndose salvadore/as, y practican con los pacientes, los nuevos conejillos de turno de jovenes estudiantes universitarios que se presentan a un mundo que desconocen porque la realidad no es material de lectura y está en los libros, y la locura les causa gracia, les produce lástima.
Pero lo más triste, lo que más genera impotencia es el loco institucionalizado, aquel que está por convicción en las manos de la institución que lo segrega, que lo cronifica, que lo medica, que lo encierra, que lo hace sentir libre por un ratito, artista por un ratito, que lo hace sentir una persona pero que lo segrega del mundo, y fingimos crear espacios abiertos que en verdad no existen más allá de las buenas intenciones.
La experiencia desmanicomializadora está cronificada. Desde el año 1984 se intenta pero sólo funciona desde la institución, se vive y se visibiliza desde estos parámetros. La pretensión fue contribuir a la interdisciplina al trabajo desde el arte pero desde el discurso más institucionalizado.
Incluso la carta de presentación a los talleres es una entrevista de admisión cronificada, primera entrada de las personas de adentro y de afuera, y que cuenta en su interior con una serie de preguntas no indicadas para los de afuera y muy incisivas para los institucionalizados: diagnóstico, medicación, equipo. Se cercena la libertad que creemos poseer, nada más ni nada menos que una ficción en la que estamos atrapados, creyendo que queremos cuando en realidad sólo a veces podemos, cuando creemos que hablamos porque queremos pero en realidad sólo lo hacemos cuando podemos. Esta ficticia libertad que a veces experimenté fuertemente en el trabajo de los talleres, en la amistad construida, en los vínculos que armamos y desarmamos con los talleristas y los coordinadores. Y el coordinador terapéutico, asistidos todos desde la figura del terapeuta. El rol del coordinador terapéutico es también la materialización de la fuerte impronta psicologista de los talleres artísticos, de la Rampa y de la Asociación Civil. Y lo digo porque yo estuve allí y también me sentí parte de esto durante largos 5 años.
Y los trabajadores de salud mental están más enfermos que la propia enfermedad y los pacientes se enferman de ellos, de sus palabras, del poder que esconden y de la lástima que ocultan y de tantas cosas que he visto y vivido como fotógrafa como comunicadora social y desde ese lugar social escribo, ahora que ya no puedo pertenecer a este espacio porque me ha enfermado de tristeza. La causa que da inicio a la psicosis según decía Pichón Riviere.
Y sí, psicótica, pero todavía puedo aunque sea escribir esto que quizás no será leído, ni entendido, ni escuchado por las personas institucionalizadas pero no importa uno nunca puede predecir el efecto de las palabras.
Verónica López